Ella me odiaba. Nos estábamos separando.
Le miraba las escamas y esos ojos, alguno de ellos, por los que perdí la razón. Pasé mi tentáculo repulsivo alrededor de su cuello. Apagué de un manotazo la luz que rebotaba nuestras monstruosas sombras sobre la parapeto del salón.
Estábamos sentados en la cama que hace las veces de sofá, y se convierte en cama. Me encantan esos muebles que se convierten en otros: los engendros. Sofá-cama, dicen. Venga coño. Eso es que no han tenido lo que hay que tener para llamarlo por lo que son: engendros. Pues yo les tengo cariño. Uno a uno, voy llenando de engendros mi casa: mesas-armarios, batidoras-exprimidoras, neveras-horno, un poco de todo, no es por nada, me siento a gusto entre ellos. Estábamos en la cama digo, con los engendros, con esta luz, con esta luz tan bajita, y os juro que parecía que se habían puesto nuestra ropa. Los libros callaban como putas. Y toda esa patraña de nido que llamo casa me miraba diciendo “¿y ahora qué, bicho?
Cada vez le caía peor, yo puedo notar esas cosas con mis antenas. Al principio: qué bien qué bien, te quiero, te quiero. Si te quiero. ¿Y luego qué? La verdad es que le estaba soltando un royo. Nos habíamos conocido en el curso de matemáticas y era lo más bonito que había visto mi ojo. Junto a ella, soy un feliz pelele. Si. Se puede decir que soy eso. Había estado leyendo una cosa interesantísima el día anterior. Pero al amor de mi vida no parecía interesarle mucho. Eso me dolió.
-¿Nos reencarnamos sabes? Bueno no sé si lo sabes o no, pero eso no hace que sea distinto. Nos reencarnamos.
Con la poca luz que había - ahora que lo pienso había demasiada poca luz - creo que vi cómo una sonrisa desfiguró su rostro. La vi horrible. Yo la quería, para siempre, pero cambió la luz, o no sé que carajo hizo la luz, un cambio de sombras o de penumbras, qué se yo, y de repente no la quería. Era horrible estar ahí sentado con ella. Horrible.
Empezó a llover. Nos quedamos callados un rato. No me gusta la lluvia, nunca sé que leches decir cuando estoy con alguien a solas y llueve.
-Llueve. Dije.
Ella hizo un ruido con la garganta.
Intentaba expresarse. Ella habla así, con ruidos. Pero yo que la quiero - la quería - entiendo perfectamente lo que quiere decir. Es asi. El amor. Hice una gramática de sus ruidos, de sus gruñidos. Y ese ruido era el final. Era lógico: habíamos vivido la pasión, ¿la pasión no? todo eso, y ya nada.
Miles de huevos de luciérnagas golpeaban la ventana, intentando comunicarse también. Aquí todo el mundo quería decir algo. No puedo concentrarme con tanto ruido, leche, me pongo nervioso, así no puedo.
-Ya no te quiero. Dije.
Ella hizo algo así como un chasquido con la lengua, y a mi me habría gustado saber que decía, pero ya nada, ya no la quería. No entendí el chasquido. Se levantó y movió sus largos brazos hasta la ventana señalándome algo. Pero yo apenas si podía dejar de mover los apéndices y frotarme el ojo. Me estaba derritiendo en el horrible musgo verde que segrego cuando estoy triste. Ella abrió la ventana y pegó un salto, y vi algo que me pareció bonito, no sé el qué, algo, mientras se iba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario