Los chocolatitos que venían con el café. Se los tomaba poco a poco. Y aquí: el misterio de sus gestos. Yo, que los engullía cómo un bárbaro. ¿Y? Supe. Supe entonces que estaba en?enna?enmomoo?¿ennmanor?ado. ¿Sabeis que en tiempos difíciles está muy mal visto besuquearse? La miraba: eramos como aquellos amantes que fingían despedidas en los trenes para poder besarse. Le dije que me tenía que ir, con la delicadeza con la que se entierra una flor. A veces no soporto las cosas que me gustan.
*
Vosotros no lo recordáis pero fue en un supermercado blanco como una cigüeña de azúcar, dónde Ibarra se enamoró de la cajera más bonita del invierno. En la sección de congelados, eramos tres; yo, que se dice siempre el último, Ibarra, montando guardia junto a las estantería abigarradas, y una señora con cara de gato de escayola cómo testigo de fiar. La oronda señora alargó con desaprobación su mano en forma de magdalena histérica, e hizo el signo de la gruya. Ibarra y yo, que soy el último, aferrados como dos marineros siameses a la sección de congelados, no estábamos como para gruyas ni niños muertos, sino encandilados, mirando la belleza de oferta rebajada que lucía Lucía, la cajera sensible. ¿Cómo habrá entrado aquí? Se preguntó Ibarra en voz baja, ¡Algo tiene que ocurrir! Dijo el último, es decir: yo.
Miraba como mi amigo, sujetando aún el pack de seis merluzas que saben ingles, titubeaba como un mimo torpe hasta Lucía, la cajera risible. Enamorado hasta las trancas.
-El supermercado es blanco como una cigüeña de azúcar. Dijo la Señora.
Eso ya lo sabíamos así que no nos interesó lo más mínimo. Lo que si nos interesaba era qué iba a decirle Ibarra, enamorado, a Lúcía, la cajera imposible.
Pues esto fue lo que dijo:
-¿A cuanto las merluzas?
-¿Las políglotas? Dijo ella mirándole con esos ojitos.
-No, solo Ingles. Británicas.
-Pues no sé, no veo el precio.
Se quedaron mirándose y él sujetaba las merluzas sin precio y ella pestañeaba tanto que era raro.
No os acordareis pero las cosas no tenían precio. Hasta que se le cayeron las pestañas. Ahora sé que son las pestañas, porque Lucía cogió las merluzas con su mano de ave domestica y se le cayeron encima las pestañas, y del susto soltó las merluzas.
-¡Oh my Goodness!
Tuvieron tiempo de decir antes de ser engullidas, con pestañas y todo, por el hueco de la cinta transportadora. Hubo veinte segundos de confusión, en los que no hice nada.
Volvieron a salir las merluzas con un código de barra, que son pestañas aplastadas, y las merluzas hicierón “bip” con acento, cuando las pasó por la máquina.
-Las cosas ya tienen precio. Dijo la señora.
Si, las cosas ya tienen precio.
Mi amigo se acercó a Lucía y le miró a esos ojos sin pestañas, y dijo:
"No era guapa, pero era diferente. Había tenido, como tantas otras, su historia de amor"
No hay comentarios:
Publicar un comentario