miércoles, 11 de junio de 2008
Elucubraciones peligrosas.
Hoy, yendo al supermercado, he visto a un hombre tirando de un caniche con rabia mientras desenredaba el hilo fino de los cascos para escuchar música. Me he empezado a imaginar ciertas cosas: alguien que tira con esa mala leche de un perro, no puede ser su dueño. Era joven. Me refiero al dueño. Y algo me hizo pensar que era el perro de su novia, o de quien espera que lo sea, y mientras ella ordenaba la casa el le comentó despreocupadamente: “deja, deja, que yo saco al perro, sigue con lo tuyo que estas muy liada. Si a mi me encantan los perros” Entonces ella pensaría: “Es adorable”. Y él, tirando del maldito chucho, va a cruzarse con un elucubrador que descubre toda la historia. Mientras andaba distraído pensando en el maltratador de canes, soy arrollado por un equipo de abuelas directamente salidas del supermercado, cargadas hasta los dientes de papel higiénico, carne, pescado, y quizás gasolina. La huelga de transporte, pienso. Veo en los ojos de las ancianitas un resquicio de locura que tuvo que pertenecer a otra época. Acaloradas y revueltas, una mezcla de edad de plástico y bolsas de carne me conciencia de una cuarta contienda mundial. Antes de entrar en el supermercado, avisto a un hombre parado, con la compra a sus pies, sujetando un extraño teléfono. Más parecido a un walkie talkie que a otra cosa. Le veo subir la antena. Le veo sonreír. Una bomba, pienso en una bomba. Pienso en las últimas mujeres que he olido, pienso en las cosas que ya no haré, pienso en ¿qué demonios va a pasar con la compra de aquel hombre una vez estallada la bomba? Miro a mi alrededor e intento encontrar una furgoneta sospechosa, un vehículo con la trampa mortal. Sé que voy a morir en unos segundos. Llevado por la inercia, entro de todos modos en el supermercado. Espero oír una detonación de un momento a otro. Voy a por mis productos. Pero sé que va a explotar, que va a hacer un ruido inmenso. Estoy en la caja: he comprado, frutos secos, zumo, papel higiénico. La huelga de transporte, pienso. Que nos hace imaginar horribles cosas.
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Érase una vez la historia de una caja. O más bien era la historia de una madre a través de una caja; o de una hija, o de una tía. No importa. La caja al principio solo era una idea, una palabra, una propuesta, un me propongo. No se podía llenar, ni levantar. Las “cosas” de la caja se iban amontonando en una mesa. Una a una; algún jarabe para la tos, botecitos de medicamentos homeopáticos con nombres latinos, almendras, pasas, piñones, nueces, cereales…básicamente todos los componentes de la alimentación de la madre. Con una paciencia y un orden desconocidos en ella, iba agrupando todas esas “cosas” metódicamente cada día, diciendo en voz alta: “Para la caja”.
Pero la madre vivía, y lo hacía al día, carente de ese orden y de esa paciencia que tenía para la caja; sus encuentro con las cuentas y con el banco ya eran desafortunados cuando el mes aun no tenía nos cifras, haciendo que solo trajese “cosas” para la caja, una o dos veces al mes. Conforme iba avanzado dicho mes, no solo no añadía nada a las “cosas”, sino que cogía alguna que otra, para alimentarse, con un ápice de culpabilidad, pero seguía diciendo en voz alta: “el mes que viene mando la caja”.
Un día trajo un cartón verde enorme. “Es la caja para las cosas” dijo. Al doblar el cartón, se formó efectivamente una caja verde, de dimensiones incalculables. Cuando la madre pasó las “cosas” de la mesa a la caja, se dio cuenta de que ya solo eran “cositas” dentro de un océano de cartón, y que visto su trayectoria, seguramente sería imposible llenar aquel baúl. La caja no solo era, sino que ocupaba gran parte de una habitación, concretamente en la que estudiaba la hija.
Al tiempo, la madre fue a por otra caja, un trozo de cartón, más o menos la mitad de pequeño. Al montarlo, resultó ser diminuto. Armándose de valor y optimismo, la madre fue pasando las “cosas” de la caja enorme a la caja diminuta, una a una, como si de un puzzle se tratase, colocando y encajando estratégicamente cada cosa. Entre tanto, dijo en voz alta: “podríamos mandarle magdalenas, le encantará”, lo que significaba que la hija tenía que ponerse a hacer magdalenas, como última aportación a la caja.
Una vez que estuvo todo metido y ordenado, la madre escribió la dirección en la caja con letra clara y mayúscula, cerró la caja con muchísimo esmero y dijo: “Mañana llevo la caja”.
Pero al día siguiente al levantar la caja, esta se rompió, no aguantando el peso. La paciencia de la madre iba desapareciendo y la caja pasó a ser la “puta caja”, y para colmo, la madre enfermó. Tuvo que guardar reposo sin poder pisar la calle, y dejando en la entrada de su casa, una caja verde, pequeña, rota, rebosando de “cosas” encerradas.
La hija, conociendo demasiado el final de estas historias y pensando en las magdalenas que había tenido que hacer, quitándose tiempo de estudio, decidió llevar la caja ella misma, a ver si le daban otra de un tamaño intermedio. El primer día, sudando y con los brazos doloridos, le dijeron que ya habían cerrado. La caja se quedó en un coche toda la noche. Al día siguiente, entró a tiempo, llevando la caja a pulso, y le dijeron, que no había más tamaños; o la enorme o la diminuta.
Desesperada y maldiciendo la caja, volvió a su casa con ella, sin atreverse a quitar ninguna de las “cosas” antes de consultarlo con la madre. Al no encontrar ninguna salida, cansadas y desmotivadas, la madre y la hija volvieron a dejar la caja rota en la entrada.
Pero la tía, enterándose, decidió tomar las riendas del asunto, y trajo al día siguiente, dos cajas chicas, de manera a repartir las “cosas” entre las dos. Aunque al hacerlo se dio cuenta de que tampoco era la solución, pues las “cosas” tenían posibilidades de salirse o perderse. Al final, la hija, propuso otra idea, que resultó ser la más brillante y definitiva, y la tía se llevo las dos cajas pequeñas con las cosas, y la intención de cumplir con el deber familiar.
Han pasado los días; la madre ya está sana y tranquila; la mesa donde antes se acumulaban las “cosas”, se ha vuelto a llenar de otras “cosas” que por ahora no irán a ninguna caja, aunque nunca se sabe con la madre. La entrada está vacía, y la hermana, que sigue estudiando, piensa en el viaje de la caja, cuando llegará; y en las magdalenas que espera que reciba y se coma el de la caja.
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