sábado, 26 de abril de 2008

Hay que saber cuando irse a casa

Hoy me ha pasado algo horrible. Sé perfectamente cuando me tengo que ir a casa. Hay días en los que una cara rara en el metro me lo dice claramente: “metete en casa”. O sorprendo una conversación entre dos personas, una conversación tan real, tan sucia, tan caspósamente corriente que siento que es imposible que nadie me quiera nunca, y lo sé: “tengo que irme a casa”. A veces pienso que lo más humillante que te puede pasar es ser cómo los demás.

Creo que estoy de malhumor porque no he comido, mucho más que por no tener dinero para comer: me asusta pensar lo biológico que soy en el fondo y la poca importancia que tiene lo intelectual. Intelectual aprende a morir. Decía Jodorowski.
No tenía nada de comer en casa, así que decidí ir a gastar mi último billete de 10 euros en el supermercado. Con este frío y sin calefacción no puedo permitirme ciertas cosas.
Ay, pobre, ¿cómo se me ocurre salir de casa? Era algo muy sencillo, solo tenía que meterte en casa, cerrar la puerta, y había ganado. Voy a contar lo que me ha pasado:

Llego al supermercado, y decido coger un carrito porque voy comprar unas cuantas cosas. Recuerdo que tengo un carrito muy práctico para llevarme las cosas, pero no he pasado por casa: voy a tener que cargar con las malditas bolsas lacerándome los dedos. Porque fuera hace frío, mucho frío. Parecía que iba a hacer un buen día. Esta mañana desde mi ventana hacía sol, un día espléndido, pero ahora un viento frío me pega en la garganta cada vez que salgo y sé que cada minuto que pasa me cuesta más tragar ¿o me lo imagino? Me dejo el abrigo abierto, para intentar disimularlo, cómo si lo engañara. ¿Cuándo aprenderé a cuidar de mi mismo? En el supermercado puedo elegir entre un carrito de metal, o una suerte de palangana de plástico duro, de la que puedo tirar con un asa. Elijo la palangana con asa. Pero mi palangana tiene un pequeño problema, una de las ruedas chirría al rodar. Es un ruido insoportable, imposible de disimular que dice: “hazme caso, vete a casa”. Aunque tenga ya unas naranjas y unos plátanos, podría cambiar de carrito, pero lo considero una falta de tacto, una falta de clase, ya que estás, te comprometes con tu palangana. Si no hubiese sido por ese ruido horrible, podría haber tirado de ellas, cómo de las maletas en los aeropuertos. Pero el chirrido es insoportable, así que decido cogerla por el asa: llevarla a pulso. No es momento para echarse atrás. Para cuando he llegado a los lácteos me siento como un imbecil cargando mi palangana con un solo brazo, a rebosar de alimentos que pesan como el infierno. Estoy convencido de que he hecho mal la compra y he dilapidado mis últimos diez euros en tonterías. Los demás empujan tranquilamente sus carritos, con una displicencia natural. No me cabe ya ni un cepillo de dientes, las “palanganas” son enanas, tenía que haber cogido un carrito. El caso es que tengo que coger otra, porque palangana y carrito no casan, así que tengo que coger otra palangana, pero no voy poder cargar con las dos palanganas, así que tengo que ir dejándolas una a una en el suelo para coger los productos y luego, cómo no tiene ningún sentido ir tirando de una y llevando a pulso la otra, decido cargar con las dos. Pesan cómo mil demonios. Me da la sensación de que la gente no valora la complejidad de lo que estoy haciendo. Ya estoy en la cola, se me da bastante bien calcular cual es la que más rápido va, en aquella hay mucha gente, pero con una rápida mirada sé que no llevan muchas cosas, y que esa es la buena, a mi no me engañan.
Maldición, tengo que cambiarme de cola. Miró bien, y allí, la siguiente por pasar, es una viejita de las que tienen miles de monederos metidos los unos en los otros, como aquellas muñecas rusas, y eso, eso cambia completamente las cosas. Me cambio a la cola de al lado. Ahora si. Todo va bien, mi cola avanza. Triunfante veo cómo la viejita anda enzarzada en sus monederos mientras repite: “¿20 céntimos? Espere… espere un segundo….” Sé que he ganado.
Pobre imbecil, debería de haberme fiado de aquella cara: una cara jodida en el metro nunca miente. Cierran mi caja, no sé por qué, pero la cierran, me tengo que hacer a la idea, me moriré sin saber que es lo que ocurre realmente en un supermercado. Me moriré sin saber lo que ocurre realmente en cualquier sitio. Tengo forzosamente que pasarme, no a la cola de la viejita, sino a la tercera cola, aquella que ni siquiera había contemplado como posibilidad. ¿Por qué? Por el cajero. El cajero inútil. Ese que cada dos productos llama al encargado para que le diga alguna información indescifrable sobre los pack de zumos. Había superado a la cuarentona que solo quiere dos de los seis yogures que venden juntos, al abuelo que solo paga con tickets de compra, a la pareja que lleva haciendo la cola desde que entró y que, mientras uno espera, otro sigue cogiendo productos hasta el último momento. Pero no puedo enfrentarme al cajero inútil. Es demasiado. A mi alrededor hay un montón de gente que debería de estar en sus casas.

Ya no tengo ni hambre, lo único que quiero el llegar a casa. Puse mis cosas sobre la cinta con orden y organización asesina, voy a ponérselo fácil, voy a ordenarle los productos de tal manera que no tenga ningún problema con nada. Es un milagro: paso sin ningún problema. Pido cuatro bolsas, y meto los productos en ellas mientras la viejita cierra el último de sus monederos. Meto las cosas en las bolsas como si fuera una modalidad olímpica. Entonces me doy cuenta: No tienes dinero para pagar. Yo pensaba que tenía un billete de diez euros, mis últimos diez euros, pero no lo tengo. Ahora lo recuerdo: lo gasté ayer. Improviso: ¿No se puede pagar con tarjeta? No, no se puede. Me pongo a balbucear:… “Guar… guárdeme las cosas aquí un segundo que voy a sacar dinero y vuelvo en seguida.. yo… ahora vuelvo.” Los demás me miran con reproche. Qué falta de profesionalidad, había echo un recorrido intachable y caigo en el último obstáculo.
Me puse a caminar como un autómata hasta el cajero e introduje mi tarjeta temblando, mi código, mi importe. No puedo sacar dinero Sé perfectamente que no tengo dinero en la cuenta. Pero hago esta especie de ritual extraño para pasar la vergüenza que me ha producido lo anterior, lo hago todo como si fuera una película, como si me observaran.
No puedo volver al supermercado. ¿Cómo lo voy a explicar? Los demás no lo aceptarían. Me imagino ahí, explicando lo que me ha pasado, y la viejita de los monederos me abuchea sin piedad, el abuelito de los ticket de compra sacude la cabeza lleno de una tristeza insondable, el cajero inútil sonríe, es mi único amigo, y me dice que lo siente mucho, la pareja que iba detrás de mi me empuja, y pasa de largo, pertenezco al mundo de los que no lo han logrado. Lo sentimos, te dimos una oportunidad, pero has fallado, no has estado a la altura, dite que podría haber sido un torniquete en el metro, un problema con el billete de autobús, un dialogo incompresible en una oficina, un papeleo problemático, no estabas lo suficientemente preparado: eres descartado. Sobras en la maquinaria, si no puedes subirte, haz el favor de apartarte.

No volví al supermercado, pero tuve que pasar delante para llegar a casa. ¿Y si me reconocen? ¿Y si me llaman? Tuve que dar la vuelta a la manzana, dar la vuelta a toda la manzana para llegar a casa.

3 comentarios:

Unknown dijo...

Joven audaz: hace muchos años leí un cuento de Saki, sobre un hombre feliz que vivía en lo alto de un trapecio; no deseaba otra vida. Pero un pequeño inconveniente que ni siquiera recuerdo, perturbó su inocencia, apareciendo la primera arruga en su frente. Sentí su sufrimiento como pocas veces en literatura o arte en general.
No puedo decirte el título, pero creo que te gustaría.

Miguel dijo...

¿Elena?

Atrevido25 dijo...

Hola Elena, creo que te refieres a "Un artista del trapecio" de KAFKA. Y tienes razón, es un relato increíble y conmovedor.