domingo, 26 de enero de 2014

Juntos

Nos miramos a los ojos durante 15 minutos seguidos. De repente y poco a poco, como si de repente y poco a poco fueran posibles juntos, el contacto se hacía. E inmediatamente, rompiéndose una fina capa que todo lo cubre, mis ojos se pusieron a llorar. Esto os sonará absurdo pero no era yo el que lloraba, eran mis ojos. Pesadas lágrimas bailaban mi mejilla, pero no me sentía triste. Sentía tristeza. No se si mía, o inherente a estar vivo, a todas las cosas. Nada importaba demasiado. Entonces me envolvía en los ojos de ella no existía nada más que sus ojos. Apenas veía. No existía nada más que sus ojos y entonces sus ojos eran los míos. No sabía si su ojo me miraba o si yo me observaba con el ojo suyo, durante segundos, era agradable y dulce ese no saber de quien era el ojo y quien miraba. Lo que veía era que eramos iguales. Eramos un reflejo que se ve a si mismo y no es nadie más que el hecho de verse. Al mismo tiempo de eso, sabía que yo estaba ahí, y me sentía fuerte, presente, caliente, sin peligro, mientras lo escribo no puedo evitar pensar en las similitudes con el vientre de una madre. Entonces respiramos a la vez. Entonces me pareció ver el rostro de un león en su rostro. Entonces empezó la música. Como si estuviera escrito que empezaría entonces. Cerramos los ojos y había acabado. No había sido ni largo, ni corto. Algo es más blando en mi interior ahora. Me alegro mucho de haberlo hecho.