viernes, 2 de mayo de 2008

Ser Donald McDonald.

Soy Donald Mc Ronald.

Un castor sueña:

En el sueño, iba disfrazado de monja. Montando en bicicleta y bajando la Castellana. Una pandilla de castores furiosos le perseguían. “¡Devuélvenos el hábito! Gritaban. “Pues tendrán que habituarse”, gritaba Donald McRonald, divertido aunque muerto de miedo. Una hamburguesa Bielorrusa contemplaba toda la escena en silencio, desde la acera. La bici se le trabó, y fue a parar de cabeza a un tobogán desde donde un pingüino anoréxico vendía entradas para el concierto de los Rollings Stones del año pasado. Bajando por el tobogán, se dio cuenta de que no era una entrada para un concierto, sino que era un acuse de recibo muy valiente, preso de un amor imposible - como él mismo explicó en una obra autobiográfica que nunca consiguió publicar - por una tostadora. Su padre, que nunca vio con buenos ojos la relación, siempre pensó que, aunque no fuera del todo un recibo, merecía estar, al menos, con una sandwichera. Donald, conmovido por el relato y llorando a lágrima viva, lo rompió en mil pedazos que contempló revolotear por el aire antes de llegar a su parada en el tobogán. Agarrándose como pudo, se bajó del tobogán y, no si cierto desconcierto, comprobó que no se trataba de un tobogán sino del hombro de un gordo, y que había sido reducido a escala por no se sabe que magia del chamán de los castores que compinchado con el pingüino y la hamburguesa, habían conjurado el hechizo acusando al acuse. “Las viejas solo valen para cazar ratones” Dijo el gordo. Ronald, que ya trepaba por el antebrazo rechoncho, le dijo que se callara, que le caía gordo, y al decirlo, se cayó. Y el gordo se calló. Ya en el suelo, se puso a correr por unos corredores anchísimos aunque muy retorcidos, y luego por unos pasillos verdes que emitían rayos UVA y a él se le habían vuelto a olvidar sus gafitas. Cerrando los ojos, sin ver nada más que luz, iba chocándose por las paredes pasando calor y poniéndose moreno. “Un payaso moreno”, pensó. Pero ese pensamiento no le llevó a ningún lado. “Un payaso momento”, se dijo mejor pensado. Agotado por el calor, terminó por derrumbarse. “Un payaso menos” fue lo último que pensó. Despertar.

Despertó sobresaltado y bañado en sudores. El castor, se preguntó quien era ese Donald McRonald y por qué había soñado que era él, disfrazado de monja. Ni siquiera sabía lo que era una monja. Se dijo que nunca había soñado algo tan extraño. Se dijo que casi nadie sabe lo que es una monja, ni siquiera las monjas. Alarmado, intentó explicarle a sus compañeros castores que andaban por ahí lo que le había pasado, pero nadie le entendió porque ni él ni ninguno de ellos hablaban. Al rato de darse cuenta de que solo emitía gruñidos y ruidos de castor, que no parecían significar gran cosa, abandonó y se puso a roer un tronco con otro castor que andaba por ahí sin poder dormir tampoco.


Donald se despertó lentamente, recordando todo lo que había soñado menos el cómo había conseguido robar aquella bici, y no recordaba muy bien si era un payaso que había soñado que era un castor soñando que era un payaso, o un castor soñando ahora que era un payaso habiendo soñado.

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