lunes, 16 de febrero de 2009

El miedo que padecen las estufas.

Cuando le conocí, ya bailaba sobre un volcán.

Llamé a su secretario.

-Hola, Pedro. Parecía avergonzado.
-¿Qué pasa? Nadie ha contestado al teléfono durante días.
-Bueno, ha habido un cambio de planes.
-¿Qué?

Farfulló cómo un acordeón muerto. Le pedí que lo repitiera. No podía creer lo que estaba oyendo.

-El doctor está en prisión. Dijo.

Se me arremolinó la patata.

-¿El doctor está la cárcel? Solté. Carlos, ¿qué está pasando?
-Bueno, el doctor quebrantó su libertad condicional.

Me sonaba todo a guitarra de gasa.

-¿Quieres decir que estuvo en prisión; antes?
-Bueno, el doctor envió una bomba a su ex mujer y fue arrestado y llevado a prisión. Explicó Carlos. Le habían dejado salir y volver a ejercer cómo médico otra vez, pero no podría volver a utilizar armas de fuego o explosivos nunca más.

-No me digas.
-Si, encontraron bombas en su despacho.

Me llevó un rato recuperarme. Mi doctor, ese hombre máximo, impoluto, con trazas de mármol antiguo… y esto es lo terrible: todo el mundo tienes sus razones.

En mi cabeza las ideas se miraron las unas a las otras sin reconocerse, y mientras, me imaginaba al doctor con una de esas antiguas bolas de presidiarios, su calva y su sonrisa de beato reflejándose en la luna negra. Fuera, las nubes se comían las unas a las otras.


Siempre tuvo algo. Pero había en él, un resorte decente, un también, todavía, que hizo que entre nosotros hubiera migas y algo más.

Decidí ir a verle, por decencia no más. Y porque hace tiempo que la curiosidad me persigue cómo un hámster taciturno.

Cuando llegué y le vi detrás de la pecera lo primero que pensé es que estaba muy bien.

-Hola Carlos.
-Hola Susan. Respondió.

Sus palabras me llegaban con ojos de verdades a medias. Estaba cómo una regadera que fuera actriz de teleseries y gurú a tiempo partido. No dijimos nada más, estuvimos mirándonos, durante media hora.

Herí mi rostro con una sonrisa y salí acigueñándome del asunto, prometiéndome que le sacaría de allí.

Durante un tiempo, llevé días de locura normal.

Pero fui a verle todos meses, incluso me dejaron dar con él largos paseos. El, con el panchito perdido en algún punto imaginario, y yo, luchando por su cordura. Dimos muchas vueltas, no pocas, muchas. Hablábamos cada semana. Y aquella cosa, bueno: terminé por verle todos los días. Me equilibraba, ahora lo veo.
Un día, envalentonado, entoné un lindo discurso sobre la belleza de la vida, sobre su valor, la cara joya de estar vivo. Estuve fenomenal, didáctico, le hablé de sus hijos, le hablé de la infancia, mencioné de forma brillante el sentido y significado intuitivo que todos, ya sabéis, hemos de tener de las cosas. Reservé una parrafada al arte, al amor, a todo eso.

-Esa viejita se parece mucho a una silla.

Fue lo único que logré sacarle.

Un día, murió. Muerto de risa, dijeron. Cuando volví a casa mi mujer me informó del asunto cómo de un brócoli poniéndose pocho, sin más emoción que una escalera mecánica. Que un cenicero en un tobogán.

Y siempre que iba al espejo, ese loco me miraba: podía ser en cualquier momento, era raro y convincente cómo un canguro con facilidad de palabra: sabía que estaba a un paso del tufo insano de la demencia.

Esa noche, me fui al volcán, secretamente, y ejecuté los pasos que aprendí de mi padre, zapateé lo que supe, para disimular que podía verme también yo a un paso de la navaja loca.

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