lunes, 16 de febrero de 2009

Mejores amigos

Le dije esto: “era mi mejor amigo, pero cuando murió me alegré mucho.”

Y me miró con ojos de zebra y casí me río. No sé por qué. Reírme, así, libre ¿no? se podría decir que libre.

Pero ella se echó a llorar.

Un momento: yo no le he contado esto nunca a nadie, solo a ella, y si lo hice es porque sabía que no me iba a juzgar, odio eso ¿sabeis? Qué me juzguen como a un asesino de ballenas. Me miró fijamente y se echó a llorar.

Ahora bien: no sé si el llanto es contagioso empecé a llorar también. A llorar como un perro. pero.. ¿de verdad tengo que escribir sobre esto?

Bueno, era un juego: sabía que en cualquier momento podía dejar de llorar, incluso podría haber movido la cabeza y haber dicho “¡cuac!”; vi mi cara en un espejo y no me lo creía. ¿estás llorando? Vaya embaucador estás hecho.

Si. Todo era para llevármela a la cama. No sé si a la cama o no, pero tumbarme un rato, con ella, no sé, que me acariciara el pelo. Odio tener que dar explicaciones, me da ganas de fumar.

Caminando solo de vuelta, le dí una patada floja a todas las farolas que me iba encontrado. No sé, lo hago a veces. Cómo eso de andar sobre las rayas que hacemos de niño. Pero no es tan divertido. Es mejor que no hacer nada. Volvía a mi casa y me la imaginabas aún sentada ahí, como a punto de decirme algo, algo bonito.
Estaba pensando en ella y vi a un tío meando frente a una pared: me mira, le miro, y se va corriendo solo de verme los ojos. A veces se me ponen ojos de loco, unos ojos de demente. Pero me viene bien: odio que hagan esas guarradas.

Cuando murió, me quité un peso de encima, si, y de los buenos. Nos queríamos mucho, entended bien una cosa: no podría haber llegado hasta aquí sin él. Era como un contrapeso, me ayudaba a ser yo mismo, aunque a veces me dieran ganas de vomitar. No siempre se tiene esa suerte ¿sabéis? Tener a alguien que te dice lo que no quieres oír. Sobre todo un buen amigo. Pero cuando murió me alegré mucho. Eso es lo que quería explicar antes: no es que no me doliera cuando murió, es que me puse a llorar por hacer algo. Me puse a llorar porque había que llorar. ¿Qué más da? Pues da. A veces es que tengo que actuar para que los demás se enteren de lo que siento. Siento cosas, como todo el mundo. Pero normalmente tengo que reírme sin ganas para que los demás vean que me divierto. Manda cojones.
Una cosa si he notado: conforme me esfuerzo cada vez más en fingir, parece que voy engañando menos.

Esa tarde casi pareció que lloraba de verdad. El problema es que esa tarde no sentía absolutamente nada. Salvo las ganas de quitarle la ropa y tumbarme con ella. “Podemos seguir llorando todo lo que quieras bonita, pero desnudos”. No le dije eso, pero habría estado bien. Lloraba, pero le miraba el cuello. Su cuello me estaba matando. Qué preciosidad de cuello. Así tendrían que ser los cuellos, parece mentira que los tengan de otra forma. “Tenía el cuello como un cisne”. Me gustaría saber escribir así. Pero los cisnes tienen una vergüenza de cuello al lado del suyo. No jodas. Digo tacos cuando me pongo nervioso. Creo que es para parecer natural. Carlos, mi mejor amigo, me decía que es para esconderme. El me decía esas cosas. Me decía que no hablara tanto para llamar la atención. Incluso me dijo una vez: “cada vez que te adulan, te están tomando el pelo.” El decía cosas así.

Un tío así. Me alivió un poco su muerte, si, pero llorando con esa chica me di cuenta de una cosa. Y me di cuenta como si me la hubiese dicho Carlos: lloraba mirándola a ella llorar y pensé: “joder, no es él quien se ha muerto. Soy yo. Ahora solo queda la peor parte de mi..” Si. El muy cabrón tenía una última lección, incluso muerto.

Caminamos juntos por la calle un rato más y dijo que le apetecería mucho un café. ¿Quieres un café? Si. Le dije. Y eso que no bebo café. Estabámos sentados y fue cuando le conté lo de mi amigo. Sentados llorando. Llorando tu muerte, perro.

Llegó una amiga suya y le tocó el hombro.

-¿Estás bien?

Yo me sequé las lágrimas y le miré el cuello. También tenía un cuello bonito, pero no tanto.

-¿Estás bien? Repitió.
-Creo que si, dijo ella.
-Mejor me voy. Muchas gracias.

Me levanté y me fui. Pasando delante del cristal del café de los llorones, vi mi reflejo de pecera. Y lo que vi me cayó bien.

Llegué a casa y estuve un rato mirándome al espejo. Me puse a llorar, solo para verme. Para ver como es. Detenidamente.

Te echo de menos, perro.

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