jueves, 5 de febrero de 2009

La pobreza bien entendida.

Los martes, normalmente, me disfrazo de mendigo. Salvo que haya alguna reunión laboral en el banco, me cuelgo los harapos, y salgo alegre a la calle. Con regodeo, saco de esa parte casi terrible de mi armario un pantalón carcomido, oblicuo, y me enfundo parrandeando algo parecido a calcetines. Unos calcetines desmemoriados y cáusticos. Algunas veces muy animado, los combino con un sombrero inconexo, como toque coqueto. Pero mi gran prenda, la joya – la que tardé años en pulir – es la camisa. Si vierais que beldad: una camisa ajada, polillosa, basuril, que durará siempre. He logrado que los zapatos – un regalo que me hizo un martes de hace mucho mi madre – cuenten con recelo la pobreza más concienzuda, pintados de una mugre tenaz y arruinada, que hace el orgullo de mis andares, sinuosos, ensayados: de vil alimaña. Los martes. A menudo sin haber comido, o casi, dejo mi ropa doblada sobre la cama y me preparo para salir. El abrigo lo tengo que despegar de la percha con espátula, pero me aporta el toque glutinoso que, a mi parecer, tanto cuesta lograr. Para esto, no os negaré que un conocimiento docto del moho, que me llevó meses de trabajo, me perfuma de olores alcantarillados, del tufo impugnable tan delicado de acertar.

Ese martes, si no me traiciona la memoria, el cielo era del color del cielo y hacía un sol limpio y puntiagudo. La tarde era mía. Era – si me hubiesen visto lo sabrían – el zar de la calle. El terror de los niños. Bebía satisfecho de una botella vacía envuelta en una bolsa de papelón. Porque en esto, corregidme si me equivoco, la importancia está en los detalles. Caminaba por las aceras con la frente bien alta. Fue quizás el martes que mejor estuve: desolado, demolido, gravísimo. Insuperable. Vivía para esos martes.

Fue al doblar la esquina cuando le vi. Primero una mancha, un borrón, un error en el fondo. Estaba paralizado. No era un mendigo cualquiera, cómo los que solía cruzarme dándome aires superlativos, esos amateurs de papeleras. En la medida en que se acercaba aquel mendigo quimérico, me temblaron los huesos. Un profesional. La forma de ese pordiosero era una construcción torpe y a un tiempo perfecta hecha con restos de un mundo caído. A su paso – era admirable verlo - las calles se licuaban y todo el decorado se acartonaba magistralmente como esos fondos impuestos de las películas.
El mendigo, para que negarlo, era un ser renqueante salido de las entrañas del orín y el óxido. Con estampa de desguace perdido. Un técnico de la escasez.

Bajé la mirada.

Vestía un abrigo imposible. Admiré la mismísima basura entretejida en su gorro de diseño rancio. Su camisa, linda de podredumbre, supuraba un color sibilino. Es más: el pantalón parecía sostenido solo por la voluntad porfiada de la mugre. Y el lo sabía. Y la mugre lo sabía también. La roña se arremolinaba a su paso, los escombros le devolvían reverentes su reflejo hambriento. Me moría de envidia.

Eso y no mi lanuda pinta, era un mendigo. Una clase magistral de pobreza bien entendida. Se acercó a mi, triunfante, atizando una flauta infame, dándose aires de calle. Incluso un perro fraccionario le seguía y le olisqueaba de vez en cuando. El perro fue demasiado: era un genio de los complementos.

Titubeando, ya casi a mi altura, vi que había logrado también esos ojos, chuscos y vagos que me faltaban. Le reconocí.

Tardé muy poco en adivinar que era Ramirez, mi compañero de banco. Y creo que él también me reconoció a mí.

Se acercó y me rumió a bocajarro un clásico de este oficio: “¿tiene una moneda?”

Le di una moneda. Humillado.

Me había vencido. Ramírez había logrado por ende la voz desalmada, luposa, tóxica, biliosa, amarillenta. Esa pericia de la roña.

Me quité el sombrero para acabar con la mascarada. Pero nada.

-No está mal. El sombrero.

Imperturbable Ramírez.

-Gracias.

Nos miramos el uno al otro durante varios minutos.

-¿Te hago un truco de magia? Dijo por fin.

Resoplé y le dije que si. ¿Qué otra cosa podía hacer? Sacó un mazo impoluto de cartas que casi nos ciega. Y cogí una.

La reina de picas.

-Métela en el mazo. Muy bien. ¿Quieres que salga volando o hacia el suelo?

-Volando. Murmuré.

Con un juego de manos, la carta salió volando y cayó al suelo. La reina de picas.

-¿Es esa?

El muy truhán.

-Si. Confesé a regañadientes.

Nos miramos de nuevo unos segundos. Una viejita pasó con bolsas de la compra, e hizo ademán de darnos una moneda, pero Ramírez invocó un gesto con la mano que la contuvo. Un “ahora no”. Impasible.

-Quédatela. Lo concedía con displicencia. Y recogí la carta del suelo. Mi carta.

Le vi alejarse sonriente, refregándose contra las paredes, arrimado a las farolas como un bailarín desahuciado. Qué arte tenía.

-Te veo mañana. Dije cuando ya no pudo oírme. A las ocho.

Me quité la chaqueta, y me detuve delante de un escaparate del corte ingles. Y ahí estuve horas, el resto de la tarde. Inmóvil, con la reina de picas.

Me pregunté si aquel mazo estaría lleno de reinas de picas, temiendo por un momento que no tuvieran de mí talla esa americana reluciente.

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